6.12.13

Rapunzel celosa

Este hombre era casi imperceptible. Diminuto, ínfimo, no podría describirlo porque nunca lo vi con claridad. Pero me enamoré de él instantáneamente, pues dijo que nunca me abandonaría. Y yo me enamoré, como cada vez que un hombre me hacía una promesa. Tan chiquito y con un corazón tan grande: de no creer. Se anudó a mi trenza, y más de una vez lo perdí en la maraña, y él como una araña se trepaba con sus manos chiquitas y gritaba: "¡te amo!". Yo volvía a enamorarme, porque no hay nada más hermoso que un hombre inalcanzable que cada tanto grita que te ama. La sensación es indescriptible. De vez en cuando discutíamos, y entonces me tiraba del pelo, o señalaba mis canas, y mi trenza, que para ese momento ya tenía vida propia, se erizaba, ofendida. El problema surgió cuando la pelada muerte pasó por la torre. Me enfurecí, me envenené, eché fuego y víboras por la boca. Me pusé celosa por cómo él, enano maldito, le miró la pelada. Me poseyeron todos los demonios barbados y peludos, y sacudí de tal forma la trenza, que lo arrojé directamente sobre la pelada de la Muerte. Ella, agradecida, me guiñó un ojo, y como premio, me hizo inmortal. Ahora tengo que estar sola en la torre, por los siglos de los siglos, con esta trenza medio desplumada, pero todavía sin canas.

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